miércoles, 9 de agosto de 2017

Cómo escribir una historia de miedo:


Dicen que es más difícil hacer reír que llorar y no les falta razón: para hacer llorar basta con ponerse a picar cebolla, que hay gente que se ha deshidratado por los ojos y solo han encontrado un cuchillo encima de un charco sospechoso y han tenido que analizar el líquido para, mediante el ADN, determinar que se trata de fulanito, desaparecido desde el día de autos. Que esa es otra, cuál es el día de autos y qué se conmemora ¿tienes que hacerle un regalo a tu coche o basta con echarle gasolina de la buena? Bueno, a lo que iba, que hacer reír es difícil y ya está, salvo que quieras hacer una historia muy triste o de miedo y no te salga como debiera, que la gente se descojona y tú acabas disimulando y diciendo que lo has hecho aposta.

Yo, desde hace tiempo, tengo pendiente escribir una historia de miedo o, al menos, inquietante, pero no lo he hecho porque me da miedo. Paradójico ¿verdad? Hoy me he decidido y lo voy a intentar. Para no pillarme los dedos con lo de las carcajadas imprevistas, la empezaré como una historia de humor y luego, poco a poco, le iré dando un giro hasta llevarla al terreno del terror. O no, ya veré.

Definamos. Para dar miedo, como para hacer reír, hay que plantear elementos que distorsionen una situación convencional hasta sacar al lector de su zona de confort e irlo envolviendo en una atmósfera pesada y agobiante. Con los personajes sucede lo mismo, en principio deben ser de tipo normal y corriente, sin ningún rasgo visible que les haga especiales pero con algo oscuro y tortuoso, solo levemente sugerido, que anide en el cerebro del lector y vaya adquiriendo vida propia a medida que avance el relato. Solo así conseguiremos el efecto pretendido, sembrar una inquietud imperceptible e irla modulando a voluntad.

Hay unos contextos más cómodos que otros para lograrlo: normalmente, la oscuridad de la noche suele ser un buen caldo de cultivo para ese objetivo aunque, como he definido en el párrafo anterior, a plena luz del día y con todos los elementos que componen la historia a simple vista, los giros súbitos suelen ser más efectivos y sorprendentes; de noche te esperas algo, a las 11 de la mañana de un día soleado, crees que lo ves venir todo y un buen golpe, por inesperado, tiene secuelas dolorosas. Además, al contrario que en el cine, por ejemplo, un texto no va acompañado de música, salvo que la ponga el lector y va a ser difícil que acierte; ni efectos sonoros que predispongan el ánimo a favor o en contra de un personaje concreto o determinada situación; hay que trabajárselo con palabras y es complicado.

Una vez completado el catálogo de mimbres, hay que decidir qué hacemos con ellos ¿un cesto, una mesa, una funda para una botella, un sillón? Es la decisión más importante y la que marcará el devenir de tu relato, para bien o para mal.  Podemos decantarnos por el terror sicológico; tirar del bestiario clásico de monstruos o inventarnos uno que sea abyecto y cruel en cualquiera de sus dos opciones: bruto implacable o inteligente y refinado. También hay versiones que se decantan por lo desconocido, tipo extraterrestre, el más allá, o lo cotidiano, tipo vecino sicópata; da igual, lo importante es su efectividad y lograr ese difícil equilibrio entre las ganas reprimidas de abandonar la lectura, por las sensaciones desagradables que provoca, y las de devorarla ávidamente, preso de la emoción. Porque, no lo olvidemos, el miedo es la emoción más potente, el arma de que nos ha dotado la naturaleza para huir del peligro, conservar la vida y, por ende, preservar la especie.

Llega el momento de empezar a colocar las piezas en el tablero. Empezaremos por una mañana soleada de verano en un pueblecito costero. Durante las vacaciones, una madre se afana en aprovechar el ratito de paz que transcurre entre que ella se levanta y se despiertan los dos niños, para desayunar con tranquilidad, recoger un poco, quitar trastos de en medio y, si se le ha dado bien, leer unos minutos. Desde que enviudó, hace dos años ya, el tiempo parece que corre más lento y le cunde más. Qué remedio, ha de multiplicarse para poder atender a los críos como debe, ir a trabajar a diario, hacer compra, comidas y todas las tareas que antes hacían entre dos, pero en una versión resumida y optimizada. Ahora, durante las vacaciones, saca todo el partido posible a los ratos perdidos para dedicárselos a sí misma, su cuerpo, pero sobre todo su mente, aún zarandeada a ratos por el trauma que supuso la repentina muerte de su pareja, se lo agradecerán.

Para dar verosimilitud a cualquier relato, los personajes han de tener nombre. El nombre nos acerca a ellos, a su vida y su realidad, aunque sean inventadas, y prepara el terreno para establecer vínculos emocionales que, con personajes anónimos, sería mucho más difícil, por no decir imposible. La madre se llamará Inés ¿por qué? No lo sé, es el primer nombre que me ha venido a la mente. Los niños serán Sergio, el mayor, de 8 años, que se llama como su padre, y Tomás, de 6 años, que heredó el nombre de su abuelo materno, fallecido durante su embarazo, el perro, un callejero muy salao, se llama Godo, de Godofredo. El resto de personajes, si los hubiera, recibirá nombre según vaya apareciendo en la historia, que todavía no sé cómo se desarrollará y, como suelo hacer, irá creciendo hacia el lado que ella misma quiera ir, limitándome yo nada más que al papel de amanuense con galones.

Nos habíamos quedado en que era una soleada mañana de verano en un pueblecito costero, del Cantábrico que tiene más carácter. Como los niños acostumbran a levantarse tarde, Inés devora las páginas de su e-book con hambre, qué digo con hambre, con ansia. Uno de los momentos cumbre de la novela, cuando se va a desvelar la trama, es interrumpido por el estridente chirriar de la puerta de la habitación de los niños, por donde aparece Sergio frotándose los ojos con la mano derecha y rascándose el culillo con la izquierda.

-Mamá, quiero desayunar- dejó caer, a modo de saludo, con la voz ronca después de los gritos y risas de la noche anterior.
-Ahora mismo ¿se ha despertado ya Tomás?- Preguntó Inés mientras colocaba la tapa rosa del e-book.
-No, sigue dormido como una almohada, y Godo también- A Sergio le encantaba hacer comparaciones y se pasaba el día haciéndolas. A veces eran acertadas, a veces no.
-No te lo creas, Godo está detrás de ti moviendo el rabo; has hablado de desayunar y él dice que también quiere.
-Prepárame el colacao y Godo, si quiere, que coma pienso, que se está volviendo más señorito que un... señorito
-Vale, despierta a tu hermano mientras caliento la leche
-Voy

Inés se levantó del sillón con agilidad y entró directa en la cocina que, es lo que tienen los apartamentos de vacaciones, das tres pasos y te has pasado la cocina de largo. Sacó la leche de la mini nevera y dos tazones desportillados del mueble, los llenó casi hasta arriba y los puso a calentar en el microondas. En esas estaba cuando Sergio volvió a aparecer.

-Que no se despierta, mamá
-Cómo que no se despierta, ya verás tú si se despierta: ¡Tomás, te quiero en la cocina a la voz de ya, que son las 11 y media de la mañana!- Dijo con autoridad levantando la voz.

Ni Tomás ni Godo, que se había subido a su cama y apoyado la cabeza en sus piernas, movieron un músculo. La madre entró y se sentó en la cama del niño.

-Godo, baja de ahí ahora mismo, que te tengo dicho que no te subas en las camas, que me pones la colcha llena de pelos- Ordenó Inés. -Vamos, Tomi, remolón, levanta que se te va a juntar el desayuno con la comida- reclamó amorosa mientras acariciaba el pelo del niño, que no reaccionó. -¡Tomi! ¿Estás bien?- exclamó más que preocupada, y empezó a zarandear a la criatura que no respondía a estímulos.

El perro, solidario, comenzó a gemir y llorar lastimero, lo que no hizo sino poner más nerviosa a Inés, que lo echó de la habitación con un gesto. La madre trató de adoptar decisiones con frialdad pero no podía, le asaltó el recuerdo de su marido, sin pulso en la cama, también una mañana de verano, y rápidamente asió el brazo de la criatura, con firme delicadeza buscó los latidos junto a los tendones de la muñeca y exhaló un suspiro de alivio cuando notó las pulsaciones en la yema de los dedos. Estaba vivo pero ¿por qué no despertaba?

A Sergio, testigo de toda la escena, se le habían olvidado el hambre, el desayuno y las comparaciones; solo miraba en silencio apoyado en la puerta abierta del cuarto.

-Cariño, tráeme el móvil- Trato de pedir Inés impostando serenidad aunque un temblor ingobernable de la voz la delataba.

Escasos segundos tardó en aparecer el crío con el teléfono de su madre quien, en un gesto eléctrico, se lo arrancó de las manos y marcó varias veces hasta que acertó con el 112.

-112, buenos días, le atiende Sara ¿en qué puedo ayudarle?
-El niño, que no se despierta
-Cómo que no se despierta, sea más precisa, por favor ¿está dormido o ha sufrido un desvanecimiento?
-Está dormido, o lo estaba, no lo sé. He venido a despertarle y no reacciona, tiene pulso pero no...

Inés enmudeció. Tomás continuaba tumbado boca arriba, en la misma postura, sin hacer un solo gesto pero ahora con los ojos desmesuradamente abiertos fijos en un punto indeterminado del techo.

-... Ha abierto los ojos
-¿Ya ha despertado?
-No, no lo sé, no reacciona
-¿Qué edad tiene el niño?
-6 añitos
-Tiene toda la apariencia de ser un virus nuevo que está afectando a mucha gente. Denos su dirección y le enviamos un Equipo de Intervención Rápida.
-Aha...

Ya sin palabras, la mujer comprobó que el perro también permanecía inmóvil, hasta su cola inquieta, de latigazo incontrolable, estaba relajada sobre la alfombra. Trató de tragar saliva pero no pudo.

-El perro...
-¿Calle del perro?
-No, el perro también...  calle de la Montaña, número 3, bajo C. Dense prisa por lo que más quieran, esto pinta muy mal.
-No se agobie, señora. Ya van para allá. Si observa cambios reseñables, vuelva a llamar y pregunte por mí. Buenos días.
-Aha...

Sin desviar por un instante la mirada de su hijo pequeño, y su perro, inmóviles, con los ojos muy abiertos pero sin un mínimo parpadeo, Inés pidió a Sergio que le trajera del baño el frasquito de las lágrimas artificiales que usaba con las lentillas. Por una parte evitaría que se le resecaran los ojos a Tomás, también al perro, y de otra mantendría al otro niño ocupado para que no se relajara y, con la inactividad, corriera la misma suerte que su hermano.

-No las encuentro, mamá- Se oyó la voz del chico desde el cuarto de baño. Inés recordó que las había guardado en la parte de arriba del armarito para evitar que los niños jugaran con el frasco y se lo vaciaran, como ya había ocurrido antes. No le quedó más remedio que ir ella personalmente a buscarlo. -Ya voy yo, hijo- Respondió.

Fue y volvió como un torbellino en cuestión de segundos. A su regreso, con el mayor a su lado, comprobó que no había habido cambios en la situación de los “ausentes”. Vertió un generoso chorro de lágrimas en cada ojo de Tomás y, cómo no, los ojos de Godo también tuvieron su ración lubricante. Ninguno reaccionó al regalo recibido pero sus corneas, ya algo resecas, recobraron el brillo habitual.

Sergio, asustado por la inquietante inmovilidad de su hermano pequeño, se sentó a los pies de la cama e, inconscientemente, comenzó a acariciarle las piernas por encima de la sábana. Era un movimiento repetitivo y cadencioso que poco a poco le fue venciendo. Su madre miraba hipnotizada los ojos abiertos del pequeño de la casa y, a cada poco, ponía un par de gotas en cada ojo de la criatura, por un momento volvió la cabeza hacia Sergio y, ahí estaba, con la cabeza apoyada en la sábana que cubría las piernas de su hermano, pero completamente quieto ya.

-¡Sergio!- Exclamó Inés sin ninguna contención.
-¿Qué? Mamá- Respondió el hijo frotándose los ojos.
-¡Ahhh!- Suspiró la madre con alivio, y preguntó -¿Estás bien?
-Sí, tengo sueño
-Por favor, hijo, levanta de ahí y ni se te ocurra dormirte.
-Vale, mamá- Y con movimientos algo abotargados se incorporó.
-Ponte un rato la tele, hijo, así te entretienes.
-Vale, mamá- Contestó el niño, en un susurro dócil y pesaroso, mientras salía por la puerta.

Las situaciones de impotencia ponían de los nervios a Inés desde siempre, contemplar una escena que le preocupaba sin poder hacer nada, intentar resolver un problema cuya solución no estuviera en sus manos o no poder atajar una dificultad por encima de sus capacidades era algo por lo que le llevaban todos los demonios; si, además, en cualquiera de estos casos, se veía involucrado cualquiera de sus hijos, un velo rojo se posaba delante de sus ojos y su mirada se tornaba irracional e impulsiva. Este momento era todavía peor, no podía hacer nada pero es que no sabía qué hacer. Volvía a echarle gotas en los ojos abiertos de par en par, le tomaba el pulso de nuevo, ponía la mano en su frente por si hubiera cambios perceptibles en la temperatura, le zarandeaba suavemente mientras repetía su nombre en diferentes tonos, levantaba la ropa y rebuscaba por su hubiera algún bicho u otro animal que le hubiera picado, volvía a colocar amorosamente la ropa y vuelta a empezar. Todo mientras unas lágrimas silenciosas con sabor a desesperación resbalaban por sus mejillas.

Los minutos transcurrían a cámara lenta y llevaba ya 10 minutos esperando la asistencia médica que vendría con la ambulancia. Al fondo, en un runrún discreto, se oía la televisión que Sergio había puesto bajita, por no molestar, pero no se oía ningún sonido más. La madre se levantó de un brinco, sobresaltada, y salió al salón donde estaba puesto en la tele un canal de dibujos animados, de esos que le parecían todos iguales pero que sus hijos tenían perfectamente catalogados. Aparentemente, el niño, sentado en el sillón de espaldas a la puerta, miraba la pantalla pero algo raro pasaba, cuando llegó a su altura, confirmó sus peores sospechas; el cuerpo del niño estaba ahí, pero sus ojos completamente abiertos y sin la mirada vivaz de siempre, decían que dentro no había actividad alguna.

Inés se desplomó de rodillas, presa de una desesperación estéril, sin saber si llorar, gritar, dejarse llevar ella también por lo que quiera que fuese, luchar por no ceder o pensar alguna alternativa nueva que lo explicase. Optó por llamar al 112, como le habían recomendado y preguntar por Sara, que tan amablemente le atendió antes.

-Hola, soy Sara, qué sucede.
-Mi Sergio también está igual que el pequeño, no reacciona a nada.
-¿Cuándo ha sido?
-No sé, hace un minuto o dos.
-¿Ha hecho algo especial, algún movimiento o ruido o cualquier cosa distinta?
-Yo estaba en la habitación con el pequeño y él en el salón viendo la tele, me ha dado cuenta ahora que he salido.
-De acuerdo. El equipo de Intervención Rápida no creo que tarde, tiene la base un poco lejos de usted pero van a toda velocidad. Manténgase todo lo activa que pueda pero deje la puerta abierta por si, cuando lleguen, usted está también afectada. Sigo a su disposición a este lado del teléfono.
-Gracias ¿no hay nada que yo pueda hacer?
-Hasta que no se evalúen los casos no sabremos exactamente de qué grado de afectación se trata ni, como es lógico, la dosis ni el modo de administrar el tratamiento. Tenga un poquito de paciencia.
-No es tan fácil...
-Lo sé, usted inténtelo.
-Gracias, Sara
-Ánimo- Sonó un frío clic y volvió la soledad.

Entretuvo el tiempo de espera yendo del saloncito a la habitación, administrando, ya con más contención, las lágrimas artificiales, echando un fugaz vistazo por la ventana, tomando el pulso y poniendo el dorso de la mano en la frente de los ausentes para detectar cualquier incremento de temperatura y, tras otro vistazo en espera de la ambulancia, vuelta a empezar.

A los 15 minutos, más o menos, de la segunda llamada escuchó por fin la ansiada sirena, primero en un rumor lejano que fue ganando en intensidad y estridencia a medida que se iba acercando.  Inés salió al portal y abrió la puerta de la calle justo en el momento en que llegaba la ambulancia y... pasaba de largo sin siquiera frenar un poco. Sorprendida, tardó un par de segundos en reaccionar pero rápido salió a la calzada y empezó a hacer gestos ostensibles con los brazos para llamar la atención del conductor. El vehículo torció por la primera bocacalle a mano derecha y la mujer dedujo que, con las prisas, se habían pasado de largo pero darían la vuelta a la manzana y volverían otra vez.

Los sonidos se fueron alejando en la misma medida que se aproximaron; derrotada, desanimada, agotada e incapaz de hacer nada por remediarlo, se dejó caer en el escalón que daba entrada al portal, notó como las lágrimas, estas sí, auténticas, brotaron a borbotones de sus ojos y apoyó la cabeza en la loseta de imitación a mármol de la pared...

Una furgoneta blanca, aséptica y discreta, aparcó en la misma puerta sin hacer ruido. Se abrieron sus puertas y bajaron una mujer y un hombre jóvenes, ataviados con batas azules que, de un vistazo, identificaron a Inés como otra víctima afectada por el virus. La sentaron en una práctica silla plegable con ruedas y la introdujeron en la casa abierta donde esperaban los otros tres “durmientes”.  Colocaron a todos en el sofá, abrieron su funcional maletín negro, sacaron unos cables que enchufaron a una toma común conectada al puerto USB de un portátil de última generación. Cada uno de estos cables fue conectado, a modo de auriculares, a los oídos de los afectados y se pusieron a la tarea de pasar el antivirus.

El nuevo virus Wannasleep ya había infectado a mil millones de equipos humanos y subiendo...  ¡Malditos hackers!



No hay comentarios: