jueves, 9 de febrero de 2017

Posverdad, una reflexión entre muchas comillas


En estos tiempos convulsos observamos cómo, de un día para otro, nos asalta una palabra, un término, un concepto nuevo acuñado en ese engendro engañoso que Orwell dio en llamar Neolengua y, sin mediar provocación, se adueña de determinadas situaciones con poderío y mando en plaza. Así ha sucedido, por ejemplo, con “externalizar” que en muchos casos se confunde con “privatizar” aunque con el agravante de que la administración de turno dota de todo lo necesario al servicio a externalizar, con cargo al erario, para luego ceder su explotación a una entidad privada. A estas piruetas del lenguaje siempre se las llamó “eufemismos” pero, ya sabes, todo lo que huela a Grecia ha caído en desgracia.

La palabreja que ahora vemos hasta en los envases de chucherías es “posverdad”, que uno se pone a pensar y deduce rápidamente su procedencia: “Pos verdad, lo que se dice verdad, no es…”; aunque esta conclusión sea un “error coherente” como los conocidos “altobús” o “esparatrapo”, en realidad proviene del inglés Post-truth, empleado por primera vez en un editorial de The Economist, y resume una mezcla de mentira y patraña expresada desde la influencia de las vísceras, que no del cerebro. Buena parte de los rumores que procedían de “Radio-Macuto”, con mala intención o para hundir la reputación de alguien, ahora se llaman “pinceladas de posverdad”, de eso la campaña de Trump está plagada, y las redes sociales son un caldo de cultivo ideal para el florecimiento de cualquier burrada que convenga difundir a un colectivo determinado en contra de otro personaje de naturaleza, casi siempre, pública y normalmente son de imposible demostración, para que entre en juego el célebre “cuando el río suena…”.

Para escribir a escala local hay que moverse con ligerísimos pies de plomo, ligerísimos para no dejar huella y de plomo para asegurar cada paso que das, y, aun así, siempre habrá quien se ofenda porque has empleado un artículo que denota género o un adjetivo interpretable. Eso no sucede con los rumores, maledicencias y denuestos gratuitos e interesados, que de inmediato adquieren categoría de “verdad ocultada” y, a poco que alguien los intente desmentir, surtirá el efecto contrario y acabará cincelada como epitafio en la tumba del personaje en cuestión.

Las últimas décadas han estado trufadas de posverdades que, ignorantes de nuestra sabiduría popular, no sabíamos que lo eran. Los “Fulanito se mete cocaína por kilos”, “Menganito tiene ocho chalés en la playa”, “Zutanito se llevó a Suiza todo lo que robó” o “Talesiano se acuesta con la mujer (o el marido) de Pascualesiano” nos han acompañado con frecuencia recurrente y, los receptores de estos mensajes, podrán olvidar que Fulanito, Menganito, … había inventado la penicilina pero siempre recordarán que se “fumaba el papel pintado de su habitación”, porque colocaba más que los porros y me lo dijo Mentírez y sabe de lo que habla.


Lo gracioso de este asunto es que a la posverdad no la podemos llamar abiertamente mentira pero, si la desmentimos con una “posmentira”, se volverá en nuestra contra.  Un lío, vaya.

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