domingo, 29 de enero de 2017

Humanum quo vadis?


Entre todos los seres vivos, el ser humano ha sido, es y será diferente a todos los demás por varias características que nos hacen únicos. ¿La inteligencia? Podría ser pero, de un tiempo a esta parte, cada día lo dudo más.

Hay, sin embargo, hechos indiscutibles en los que fijar nuestra atención; el primero, con una ventaja abrumadora sobre los demás, es nuestra capacidad casi infinita para hacer el gilipollas:

Atendiendo a la Ley que domina todas nuestras actuaciones desde la noche de los tiempos: la Ley del Mínimo Esfuerzo, nos hemos pegado unas auténticas palizas a trabajar para intentar hacer lo menos posible. Así, desde los tiempos en que fuimos cazadores-recolectores cuando, si teníamos hambre, salíamos de la cueva donde dedicábamos el tiempo a dormitar, follar o hacer protografitis, y recogíamos frutos de la tierra o el primer conejo o algo mayor que pasara por allí. Ahora, para conseguir algo parecido, hemos de dedicar un montón de horas al día a ser infelices, soportar individuos tóxicos con mando en plaza, dejarnos intoxicar el cerebro y, aún así, no terminamos de dormir tranquilos. Evolución, dicen que lo llaman.

Invertimos muchísimo esfuerzo y recursos para tener un agradable lugar donde vivir, tratamos que sea lo más cómodo posible, pintado de colores que afecten positivamente a nuestro ánimo, procuramos que tenga una temperatura agradable (hay quien entiende esto como ir en invierno por la casa en ropa interior y en verano con un plumas), adquirimos electrodomésticos de lo más peregrino y dudosa utilidad solo por estar de moda aunque cuesten un dineral, consuman la misma energía que toda la NASA y no sepamos cómo utilizar correctamente.  Para lograrlo, contribuimos inconscientemente a deteriorar sin remedio la Tierra, que era un agradable lugar donde vivir, con todas las características que buscamos para nuestra casa y que nos estamos cargando a velocidad de vértigo.

En los orígenes de las estructuras sociales, aparecieron unos personajes con capacidades para embaucar a los demás en su propio beneficio. Al principio achacaron las tormentas u otros fenómenos naturales a la acción de un amiguete suyo, llamado el Dios de “o haces lo que yo quiera o te vas a enterar”, que explotando algo tan poderoso como el miedo, consiguieron hacerse con los mandos y dominarlo todo a su antojo. Sería tan prolijo como inútil explicar como pasaron de ser el “espabilado de la tribu” al “líder social/político/religioso X” pero seguimos creyendo a pies juntillas sus trucos de vendedores de crecepelo y delegando en ellos algo de suma importancia: La gestión de nuestra propia vida.

Demostrado, pues, que dedicamos gran parte de nuestra vida a actividades nocivas e inútiles, que hemos encendido la mecha que hará inhabitable nuestro planeta y que, además, lo hacemos para que esté contento el “líder que todo lo puede”, convendría que volviéramos a hacernos la misma pregunta: ¿Lo que nos distingue del resto de seres vivos es nuestra inteligencia o nuestra infinita capacidad para hacer el gilipollas?



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