sábado, 17 de septiembre de 2016

¡Sólo son 81!


“Llévame volando a la luna”, sonaba la canción de Sinatra y los pies se sucedían rítmicamente sobre el brillante mármol de la pista de baile. Suelo negro piano, paredes enteladas en burdeos y focos irisados de luz intensa. Clásicos de Cole Porter meciendo las caderas y nada más. El mundo exterior no existe, sólo la música en una posesión benéfica de la vida. El baile se inventó para eso, para abstraerse, entrar en trance y elevar cuerpo y alma a cotas insondables para espíritus sedentarios y adocenados.

Swing. Una sílaba encierra toda la sabiduría atesorada a lo largo de los siglos para acercarnos, aunque sólo sea un paso, a la felicidad. Aquellos años fugaces de ímpetu juvenil, ojos despiertos de curiosidad y porte elegante no desprovisto del atrevimiento inconsciente que dan los pocos años.  Programa doble en el ambiente cargado del cine del barrio: Sombrero de copa y Volando a Río. Trasmutado en el cuerpo menudo de Fred Astaire, con una Ginger Rogers a elegir, bajaba las escaleras a la salida: dos escalones abajo, uno arriba, vuelta y, tres de un salto, para aterrizar en la acera con una graciosa cabriola.

Decían que el gran Astaire era un perfeccionista enfermizo y, convencido de tener unas manos excesivamente grandes para transmitir la elegancia y armonía que sus pasos requerían, unía los dedos índice y meñique para que sus movimientos no desentonaran en un aleteo intolerable.  Mi padre descubrió el detalle y, discretamente, lo imitaba.

Los duros años 50 no eran suelo abonado para el baile y menos aún un baile extranjero. Las inquietudes musicales se resolvían bien en manifestaciones de coros y danzas que exaltaban el folklore patrio o, en casos menos imbuidos de Espíritu Nacional y más de un prurito cosmopolita, cantando en los bailes de Villaverde. Mi padre era, lo es todavía a su manera, un galán: Cuerpo delgado y armonioso envuelto en traje gris, camisa blanca y corbata negra, ojos verdes y tupé a lo Alan Ladd.

Pero la vida prosaica acabó imponiéndose por la mala costumbre que tenemos de comer a diario y, si es posible, varias veces. El hijo mayor de un ferroviario con cinco hijos no debía, no podía, distraerse con frivolidades pero tampoco desarrollar el potencial que albergaba su cerebro, especialmente dotado para la mecánica y, en las largas y tediosas jornadas de aprendizaje con la lima, me lo imagino llevando el ritmo de Cheek to Cheeek hasta convertir en polvo un bloque de hierro.

Largos años de trabajo, de alegrías, de hachazos inmisericordes que el destino te tenía guardados, fueron poniendo nombre a cada surco de tu rostro, fueron forjando tu carácter a martillazos y, como el hierro candente en la fragua de la vida, te fueron definiendo como eres y, a la vez y quizá por eso, como somos.

Para mí, eres el bailarín más ágil, el cantante más reputado, el ingeniero más creativo e ingenioso pero, sobre todo y por encima de todo, una buena persona de la que aprender la correcta filosofía de la vida.

Te quiero mucho aunque no te lo diga todo lo que debiera.



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