miércoles, 17 de agosto de 2016

15 de agosto


Cien ojos eran pocos. Los cachorritos de cabrones zigzagueaban a toda velocidad con sus bicicletas de juguete entre los, cada vez más apretados, grupillos de vecinos y en cuanto alguien se descuidaba le pasaban por encima de un pie o, mucho más doloroso, hacían tope con alguna espinilla desavisada que quedará dolorida para toda la noche. El bullicio propio de las fiestas era el caldo de cultivo ideal para hacer trastadas impunes y se aplicaba con generosidad la amnistía general titulada: “Deja en paz al muchacho, que estamos en fiestas”.

A Isidoro, el alguacil, tanta multitud le aturdía y, si le añadías las correrías de los protodiablos sobre ruedas, su delicado estado nervioso coqueteaba con el colapso; aún así, el hombre, menudo y discreto cercano a la invisibilidad, conocía su oficio. Se sentó junto a la fuente del final de la plaza, por una parte, para ver con perspectiva cómo se iba llenando de gente vestida de domingo y, por otra, porque cada diez minutos, aproximadamente, los chavales dejaban apoyadas las bicicletas en la pared de la tienda y, jadeando, se acercaban a darse un trago de agua. Efectivamente, en un rato breve los críos hicieron su pausa de hidratación y el alguacil aprovechó para, en lo que dura un parpadeo, poner una cadena fina, atando los cuadros de las cinco bicis a un árbol, cerrarla con un candado y a otra cosa.

Isidoro, a su manera, representaba la autoridad y los chavales, con el Pecas al frente, despreciaban la autoridad en general y la del alguacil en particular, no había actividad divertida que él no estropease y, además, como no levantaba la voz, no les daba la oportunidad de encararse con él. El Pecas, un manipulador experto desde antes de aprender a hablar, enredó a Rocío, hija de Ramón, el concejal de fiestas; para que fuese con el cuento a su padre y éste tirara de galones y obligara a Isidoro a liberar las bicis de su esclavitud. Mala jugada. Ramón había visto por el rabillo del ojo la maniobra del alguacil y respiró aliviado, los muchachos no habían causado más de un accidente por cuestión de centímetros y, cuanto más se llenaba la plaza, mayor era el riesgo. Rocío volvió al grupo con malas noticias y el Pecas la miró con mala cara añorando los tiempos en los que se decapitaba a los portadores de malas nuevas y despareció por la esquina clamando venganza.

El alcalde, Torcuato de la Maza, Don Torcuato para el vulgo, potentado ganadero, hizo un gesto con la cabeza señalando el ayuntamiento y, de manera automática, los cuatro concejales entraron en el portalón y salieron al balcón de la Casa Consistorial que, como mandan los cánones, constaba, de abajo a arriba, de soportales, balcón y torre con reloj. Esperaron que sonara en carillón que daba las ocho, para que las campanadas imitando al Big Ben no interrumpieran, y el alcalde asió el micrófono de la tosca megafonía instalada en los laterales de la terraza y comenzó el discurso con el que se abría la entrega de premios.

-Vecinos de Mantuecas, un año más disfrutamos de nuestras fiestas patronales en honor de la Virgen...-
-Sí, sí, sí- Sonó en la plaza como un trueno que, al contrario que en las tormentas, precedió a los relámpagos que salían de los ojos del alcalde. La orquesta estaba empezando a sonorizar y había roto “su momento anual de gloria”. –Sí, ¿me s’oye?- Siguió el cantante a lo suyo, con su rutina de cada tarde.

Isidoro había cruzado la plaza en tres segundos y ya estaba hablando con el técnico de sonido cuando las miradas del balcón se dirigieron a la mesa donde se gestó el boicot involuntario al alcalde. Instantáneamente el alguacil miró a su jefe y con un gesto con las manos le indicó que podía continuar sin más sobresaltos. Don Torcuato para el vulgo, impostó una sonrisa y volvió a empezar: -Vecinos de Mantuecas, un año más...-
Tarararaaaá tará tararaaá... Los acordes de “Paquito el Chocolatero” irrumpieron desde la ventana del local de la Asociación, frente al ayuntamiento. Eran las ocho y cinco, momento en el que debería haber terminado el discurso y, Luciano, peón de brega de la Asociación Cultural de Mantuecas y sordo de nacimiento, pulsó el Play del equipo de música a la hora convenida.

Isidoro, ahora sí, debió emplearse a fondo: Cruzó la plaza a la carrera, intentó abrir la puerta pero estaba cerrada por dentro, pulsó el timbre con furia, aporreó con los nudillos, volvió a pulsar el timbre, trepó por la fachada, entró por la ventana sorteando los grandes y estruendosos altavoces y, con gestos airados, hizo saber a Luciano que se estaba equivocando. El hombre, sin entender nada, pulsó el Stop, el alguacil asomó de nuevo a la ventana, cruzó los brazos repetidamente en señal de que habían resuelto otro escollo y la plaza mostró su división: la mitad de los asistentes estalló en un aplauso entre carcajadas y la otra mitad, a la que le valía cualquier excusa para no escuchar al alcalde, en silbidos.

A Torcuato de la Maza, Don Torcuato para el vulgo, cuando se cabreaba, se le subía la comisura derecha de la boca luciendo, amenazante, un colmillo. Cuando agarró el micro por tercera vez, podía olerse el aliento sin esfuerzo de lo cerca que tenía la incipiente bocera de la nariz. No obstante, recordó las servidumbres del cargo y volvió a la carga:  -Vecinos de Mantuecas, parece que hoy el destino se ha conjurado contra... -  Una sucesión de explosiones salvajes en el centro del público dejó la plaza desierta. Sonaban como barrenos de la cercana mina pero sólo eran unos potentes petardos con los que el Pecas había perpetrado su venganza y ahora se meaba de la risa al abrigo de los soportales.

Por los altavoces del ayuntamiento sólo se oyó decir: -¡Que os jodan...!-



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