martes, 21 de enero de 2014

Alegoría sin adjetivar (casi)


La caja

A medida que se acercaba la hora de cierre, en la puerta trasera del hiper, el bullicio iba creciendo.  En unos minutos saldrían los contenedores llenos de toda la comida caducada, magullada o fea que no estaba en condiciones para su venta aunque sí para su consumo y, unos y otros, afianzaban sus posiciones en los lugares estratégicos que les permitían acceder con garantías a todo lo comestible.

Lolo no sabía dónde ponerse, era la primera vez que acudía y tampoco tenía especial interés en la selección y captura de alimentos, su objetivo era otro: Necesitaba una caja de cartón, solo una caja y no muy grande además, algo mayor que una de zapatos, quizá, pero de buena calidad.

Desde niño había ido a todas partes con su caja que cuidaba, limpiaba y protegía con mimo de los golpes y el deterioro, pero el cartón es un material sensible al roce y, el paso del tiempo, tampoco corría a su favor.  Ahora, bajo su brazo, no admitía más remiendos ni parches y, solo la cinta adhesiva de sus esquinas le aportaba algo de consistencia y se abría por las costuras al más mínimo movimiento.  Tras tantos años había llegado la hora del relevo.

Un leve movimiento en las gruesas cortinas de goma anticipaba la aparición de los contenedores y su Eldorado interior y, como en una coreografía improvisada, decenas de cabezas expectantes, cuerpos hambrientos y ágiles extremidades avanzaron cuatro pasos al unísono.  Lolo, sorprendido por tanta precisión, quedó rezagado.

Las cortinas se abrieron empujadas por un convoy de 10 unidades de color verde oscuro, sucias por fuera y emanando una verbena de olores que movería a la arcada irreprimible a un estómago menos entrenado.  La orgía de búsqueda se desató en un caos perfectamente organizado:  Los primeros contenedores venían de la frutería y las caja de arriba, menos aplastadas que el resto, eran las piezas más codiciadas, después venían los de la carne envasada y el pescado, congelado en origen, pero ya fláccido; los restos de embutido y latas de conserva deterioradas completaban las últimas unidades y, los profesionales de la rebusca, sabían meter las manos con una precisión quirúrgica y obtener su premio.

Lolo no buscaba comida, ese flanco lo tenía bien cubierto y sus necesidades estaban satisfechas, de modo que se retiró unos metros para no estorbar colocándose, inconscientemente, en la trayectoria de los feroces cartoneros que esperaban su momento en retaguardia.  Cuando aparecieron las enormes cestas repletas de cajas perfectamente plegadas y apiladas con el máximo aprovechamiento, Lolo fue literalmente arrollado por una infantería implacable y voraz donde, adquirir una cuarta de ventaja, suponía la diferencia entre pillar o no pillar…

Media hora más tarde, no quedaba ni rastro de personas, viandas y envases.  En un rincón lloraba un muchacho que, en posición fetal, trataba de proteger los restos desvencijados, aplastados y hechos jirones de lo que, en otro tiempo, fue una caja lustrosa, robusta y pujante.

Por sus aberturas obscenas se habían evaporado los sueños, sonrisas e ilusiones que Lolo atesoraba con mimo desde su más tierna infancia.



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